Nuestro país cuenta su historia desde la sangre que recorre sus ríos, mares, campos, poblaciones y selvas. Más de sesenta años en una guerra que se niega a desarraigarse de sus tierras, que nace en la pasión que caracteriza a sus nacionales, la cual en muchos casos los impulsa a ser los mejores artistas, escritores, científicos o deportistas; pero que envenena el alma de otros, a punto de llevarlos a matar o ser asesinados por una ideología.
Los muertos colombianos se cuentan por cientos de miles, por millones. Y en este contexto, los vivos no nos hemos percatado de su existencia. Ya estamos tan acostumbrados a ellos, que cuando las noticias reseñan un asesinato más, una víctima que deja hijos en condición de huerfandad, hogares destruidos o el dolor de la pérdida de un ser querido profundo en el alma, miramos hacia otro lado y asumimos que nada ha pasado. La indiferencia de la cotidianidad ha permeado tanto nuestros corazones, que los ha endurecido, enfriando el amor que debería despertar en nosotros como mínimo la empatía y solidaridad con quienes lloran a sus muertos. Ni siquiera las comunidades de fe nos hemos salvado de este fenómeno.Leer más »